domingo, 31 de agosto de 2008

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Y en aquel estado había tenido conciencia de una frase musical simple y majestuosa, que sonaba y se repetía a la manera inaprensible y penumbrosa de la memoria auditiva, y que la siguió hasta el borde de la cama, donde sonó de nuevo mientras ella sostenía un zapato en cada mano. La frase conocida -alguien habría dicho incluso que famosa- constaba de cuatro notas en ascenso que parecían estar planteando una pregunta tentativa. Como el instrumento era un violoncelo en lugar de su violín, el interrogador no era ella misma sino un observador imparcial, ligeramente incrédulo, pero asimismo insistente, pues tras un breve silencio y una respuesta prolongada y poco convincente, el chelo hizo otra vez la pregunta en términos diferentes, con un acorde distinto, y luego la reiteró una y otra vez, recibiendo cada vez una respuesta dudosa. No era una serie de palabras que ella pudiese emparejar con las notas; no era como algo que se estuviese diciendo. El interrogante no tenía contenido, era tan puro como un signo de interrogación.

Ian McEwan, Chelsea Beach

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