sábado, 12 de junio de 2004

El punto oscuro

El texto que sigue es de reciclaje, propio pero con polvo acumulado. Sigo creyendo, sin embargo, que el tema ha de plantearse: la educación emocional. Porque hay historias para morir de pena. Siglo XXI: llevamos en la memoria colectiva recuerdos de miles de generaciones que nos precedieron. De civilizaciones que crearon modelos aún vigentes, siglos de búsqueda científica y creación artística, siglos de palabras y descubrimientos. Millones de ojos que, como nosotros, pisaron esta tierra y nos han legado su experiencia y su cultura. Tanto tiempo y tantas vidas y aún no hemos aprendido lo importante. Centrada la atención en nuestra situación histórica actual, quisiera plantear la necesidad de una reformulación del sistema educativo. Una reformulación que no persigue más horas prácticas ni más contacto del alumno con el mundo laboral, ni siquiera más tiempo dedicado a las nuevas tecnologías, opciones que suelen aparecer frecuentemente cuando surge el tema del sistema educativo. Planteo la necesidad de una reformulación de base, de concepto: hemos creado un sistema educativo que se define y se formula siempre en pro de un objetivo laboral. Tras la etapa de formación inicial en que los niños aprenden los modelos básicos que les permitirán interactuar con el mundo, la enseñanza se centra en dotar al individuo de conocimientos que le permitan desempeñar una determinada función social. Una función, entiéndase, productiva. En este sentido, no hay diferencia entre el estudiante de Bellas Artes y el de Ingeniería Industrial: todos están preparándose para el mercado. Mientras, entre aulas y exámenes, los años pasan. Mientras los cursos se suceden con regularidad, el individuo crece desordenadamente, se forman su carácter, sus gestos, sus miedos y tendencias, un desarrollo continuo que corre paralelo. Y al crecer se da cuenta de que en lo esencial, en el conocimiento de esa persona que se ha creado con los años, es un ignorante. Nadie le enseñó a entender las relaciones diarias, a fomentar una curiosidad sana por las razones del otro y por sus gestos, a enfrentarse a la soledad o al reto. Todo aquello que nos conforma y que define nuestros actos es pasado completamente por alto. La formación como personas queda olvidada frente a la formación como entes productivos. Esta concepción del desarrollo vital tiene –está teniendo- consecuencias desastrosas: hemos creado un mundo tecnológicamente super desarrollado mientras nuestra relación con el prójimo va en creciente deterioro. Los índices de divorcios aumentan, los casos de depresión crónica, la ansiedad, el índice de suicidios, las agencias matrimoniales, el consumo descontrolado de drogas en pro de la propia destrucción, los libros de autoayuda, la salida fácil que pasa por olvidarse. Nuevas generaciones crecen cada vez más violentas, cada vez más desengañadas. Basta pasear por la calle sin mirar al suelo, mirando a la gente a la cara. La mayoría arrastra un aire indecible de tristeza. ¿En qué estamos fallando?

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