sábado, 12 de junio de 2004

Estanques

Vivíamos en la perifera barcelonesa, en el despreciado cinturón industrial que con los noventa dejó seriamente de industrializarse para socializarse. Con el 2004 empezaron a inagurarse en nuestra villa nuevos espacios para el pueblo, grandes proyectos con los que el ayuntamiento quería elevar la conciencia de clase de sus gentes con el mínimo presupuesto. Entre ellos, la gente acogió con especial cariño cierto parque artificial. Se aprovechó la ocasión para desalojar a algunas generaciones de gitanos que, desde que la memoria colectiva alcanza a recordar, vivían enchabolados y tranquilos en un barranco no urbanizado. Allí se levantó el “Tercer proyecto de ordenación d’en Torrent d’en Ferré”; tercero porque existían ya dos parques que, aunque situados en zonas diferentes, compartían el mismo nombre, al que la comunidad debía de deberle mucho. El día en que se rompió la cinta inaugural y se apartaron los hierros y las grúas, quedó a la vista el viejo espacio bajo una nueva organización cromática. La capa de maleza y hierbajos que cubría el fondo del barranco fue sustituida por tres grandes manchas cromáticas: la primera, blanca y resaltona, era un camino de arena clara que atravesaba el parque de punta a punta bordeando el contorno de las piedras. La segunda era césped, simple, conocido y escaso césped. La tercera, agua. Agua: si el parque despertó tantas pasiones, fue a causa del agua. La empresa constructora había creado un estanque artificial de apenas un metro de profundidad que ocupaba la mitad del territorio. La fina capa acuática discurría en tres niveles distintos, escalonada, deslizándose suavemente de uno a otro hasta llegar a una ribera atificial. El minimalismo del paisaje en su conjunto y la armonía entre los tres elementos naturales hubiera sido ya suficiente para darle al parque cierto aire japonés, aire de querer crear conciencias intensas a partir de la mínima expresión y la reducción de las formas. Pero había algo mucho más importante en la estructura del proyecto 3 del Torrent, algo que en cualquier mente de urbanista se habría erguido como punto de inflexión en la relación de los espluguenses con sus espacios. El parque no estaba a nivel de tierra. No, al menos, al de la misma tierra sobre la que se levantaba el pueblo. El parque reposaba en el fondo del barranco, con lo que había que descender un considerable número de escaleras (o la larga pendiente, alternativa analógica) para entrar en él. Se convirtía así en una cueva de techo cielo, en un refugio maravillosamente aislado de la ciudad cemento donde los hombres y mujeres podrían recogerse y reencontrarse en sosiego. Sucedió sin embargo que al inagurarse semejante sofistificación del intelecto, y al penetrar en él las gentes los niños los abuelos de los otros mis vecinos sus perros los amigos de mi hermano, y al ver ante ellos y tan cerca el sabio estanque y el techo cielo, se lanzaron todos en alegría incontrolable saltando alborozados hacia el agua, con una infancia que muchos atrás habían olvidado. Las autoridades empiezan a pensar en reconvertir la zona oficialmente en piscina pública y cubrir el camino de arena blanca con baldosines de colores.

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