miércoles, 9 de agosto de 2006

La abuela (primera entrega)

Morir sentada en un banco de las Ramblas, y empezar la pertinente descomposición bajo picotazos de palomas. Ese pliegue es mío, no empujes, abusona, sacad vuestras pulgosas plumas de mi pieza, etc. No comían carne fresca desde los días de la guerra. Bestezuelas.

Pero de acuerdo, ustedes llevan razón. Decididamente todos bajaríamos los ojos a la una convencidos si el asunto se sometiera a referendo: definitivamente no, no hubiera sido así su muerte de haberla podido elegir ella. Pero se le cayeron las riendas y se quedó dormida. La boca ligeramente abierta y babeando, la cabeza ladeada. El corazón calló, y eso fue todo.

La abuela se había acostumbrado a vestirse para actuar con el mundo a través del tacto. Incluso estando en casa no renunciaba nunca a su uniforme particular: gabardina de otoño, camisola de flores y un pedrusco sin brillo colgando sobre el jersey de cuello alto. La falda de lana cortada bajo las rodillas hubiera rozado los calentadores, si no fuera porque éstos apenas conservaban la goma y solían desmoronarse sobre los zapatos con los primeros pasos del día. ¿Zapatos? Quise decir botas de montaña. Se resistía a cortarse el pelo y a los tintes luminosos que le proponía mamá, y dejó que su gris ceniciento armonizara con el tono mortecino de su vestuario. Vista de lejos y en movimiento, podríamos haberla interpretado como un jardín romántico en decadencia.

Vivía en el sexto piso de un bloque levantado en los cincuenta, puerta a puerta con una familia numerosa de iraníes con los que intercambiaba bollería con muchas sonrisas y asentimientos pero sin mediar palabra. Esquiva con los conocidos y tierna con los desconocidos; conservaba cierta esperanza en lo que ignoraba. Los domingos íbamos ritualmente a visitarla, a corretear por sus pasillos y trepar sobre su cuerpo débil, que se retorcía y jugaba con nosotros como un mamífero salvaje amaestrado. Seis nietos son una manada si coinciden en edades y temples. Cuando el abuelo decidió doblar sus camisas y alejarse maleta en mano para ver mundo, la abuela, que era todo huesos de cristal, centró sus cuidados en un gato callejero. Gato tenía un ojo azul y un ojo verde, de manera que siempre parecía que te miraban dos medios gatos.

En el piso de arriba vivía una solterona de labios carmín y cejas pintadas con mal pulso; a veces, cuando la abuela se quedaba dormida sosegada por el tedio de la siesta, salíamos al balcón para espiar a la vecina. Andaba de habitación en habitación moviendo contínuamente plantas y cuadros de lugar, estirando alfombras, redirigiendo luces, asombrosamente concentrada en su tarea de redecoración. A nosotros nos hipnotizaba el movimiento de sus nalgas carnosas siempre embutidas en pantalones de cinturón piel y proporciones antiquísimas, y en sueños se nos aparecían –Lucas lo confesó y todos asentimos- unos muslos que imaginábamos permanentemente húmedos y batientes.

2 comentarios:

arrrggh dijo...

Que seres tan entrañables las palomas.

Anónimo dijo...

Ay, pobre abuela, cuando yo era chiquitín vi un anuncio en la tele que marcó mi vida, uno en el que un yayo decía "pitas, pitas" mientras tiraba pedazos de pan a unas bolsas que flotaban en un lago pensando que eran palomas (el anuncio era de General Óptica y si hubiera sido consciente de que me iba a joder tanto, les habría puesto una denuncia ante algún organismo de esos de defensa de los teleespectadores), desde entonces creo que los seres que más pena me dan en el mundo son las personas mayores... No sé, tu relato me ha dado mucha pena!