miércoles, 10 de enero de 2007

La puerta que da a la noche (IV)

La voluntad de trascendencia

El principio de esperanza que afirma Steiner que ha muerto está muy cercano a otro impulso humano que a lo largo de los siglos ha llevado a los hombres a la acción, al progreso y la creación: la voluntad de trascendencia. La lucha contra el tiempo finito que nos es atorgado y esa “insoportable levedad del ser” de la que hablaba Milan Kundera ha sido siempre un enemigo de tal calibre que, paradójicamente, ha catalizado los mayores logros de la historia de las ciencias y las artes. Sin esa voluntad de inmortalidad, de dejar alguna huella imperecedera que se sume a la corriente común de nuestra historia, los hombres no hubieran dado nunca un paso al frente.

Steiner no se deja amedrentar y se posiciona públicamente afirmando que ese afán es, de alguna manera, innato al ser humano:

Pero también obró un mecanismo mucho más profundo: la convicción, implantada profundamente en el temperamento occidental, por lo menos desde Atenas, de que la indagación intelectual debe avanzar, de que ese movimiento es en sí mismo natural y meritorio, de que la relación propia del hombre con la verdad es la relación del perseguidor, del cazador [...]. Nosotros abrimos las sucesivas puertas del castillo de Barba Azul porque las puertas “están allí”, porque cada una conduce a la siguiente en virtud de una lógica de intensificación que es la intensificación de su propia conciencia que tiene espíritu. Dejar una puerta cerrada sería no sólo cobardía sino una traición –radical y automutiladora- hecha a la postura de nuestra especie que es inquisitiva, que tantea, que se proyecta hacia delante.

Sin ese “duro deseo de durar”, se pregunta Steiner, puede haber amor humano y justicia, misericordia y escrúpulos, pero, ¿puede haber una verdadera cultura? El drama actual, sin embargo, es que esa inquietud que forma parte de la naturaleza humana, que nos lleva a “abrir todas las puertas”, nos haya conducido demasiado lejos –aunque para el pensador judío el adverbio sobra cuando se trata de acercarse a la verdad.

Bien pudiera ser –y aquí esa mera posibilidad presenta dilemas que están mucho más allá de los que hayan podido surgir en la historia- que la puerta siguiente se abriera a realidades ontológicamente opuestas a nuestra cordura y a nuestras limitadas reservas morales.
Esto es: bien pudiera ser que lo que estamos a punto de descubrir sea el mismísimo corazón de las tinieblas.


De la inmortalidad a lo efímero

El tema no es, en realidad, tan nuevo; toda generación se ha sentido siempre al borde de un abismo insondable. Pero en el caso de la postmodernidad, no cambian sólo los contenidos, como había sido la dinámica hasta ahora; en la postrera del siglo XX, lo que ha cambiado es la estructura en sí. Incluyendo los formatos –nuevos lenguajes-, la voluntad –destructiva en lugar de constructiva-, la especificidad –la reproducción automática- y la mismísima naturaleza temporal de la cultura.

Sólo digo que si esta reevaluación de los criterios de “perdurabilidad”, de maestría individual contra el tiempo, es tan radical y de tan vasto alcance como ahora parece, el núcleo del concepto mismo de cultura estará quebrantado. Si la apuesta a la trascendencia ya no aparece digna de hacerse y si nos estamos moviendo en una utopía de lo inmediato, la estructura de valores de nuestra civilización se alterará (después de por lo menos tres milenios) de maneras casi imprevisibles.

La grandeza de la lucha –aunque éste sea otro mito de nuestro tiempo heredado del romanticismo, y explotado sobremanera por el capitalismo- es lo que, con resultados o no, redime al fin y al cabo al hombre. Su voluntad de vida, pese a la falta de respuestas.

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